martes, enero 30, 2007

LIBRO RECOMENDADO: "UNA VIDA CON KAROL"

Las últimas de Karol Wojtyla, según su secretarioTestimonio del cardenal Dziwisz en su libro recién publicado en Polonia
Domingo, 28 enero 2007
(ZENIT.org).
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El secretario personal de Juan Pablo II, el cardenal Stanislaw Dziwisz, arzobispo de Cracovia, colaborador suyo durante cuarenta años, acaba de publicar un libro de sus memorias, a partir de una serie de entrevistas con el periodista Gian Franco Svidercoschi, que se titula «Una vida con Karol». En español será editado por la «Esfera de los libros». Adelantamos un pasaje del capítulo 35 sobre sus últimos momentos en la tierra.


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Eran las 21:37 horas. Habíamos percibido que el Santo Padre había dejado de respirar, pero sólo en aquel momento vimos en el monitor que su gran corazón, después de haber latido por unos instantes, se había detenido. El doctor Buzzonetti se inclinó sobre él y, alzando apenas la mirada, musitó: «Ha pasado a la Casa del Señor». Alguien detuvo las manecillas del reloj a aquella hora. Nosotros, como si lo hubiésemos decidido todos a la vez, comenzamos a cantar el Te Deum. No el Requiem, porque no era un luto, sino el Te Deum, como agradecimiento al Señor por el don que nos había dado, el don de la persona del Santo Padre, de Karol Wojtyla.
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Llorábamos. ¡Cómo se podía no llorar! Eran, a la vez, lágrimas de dolor y de alegría. Fue entonces cuando se encendieron todas las luces de la casa. Después, no recuerdo más. Era como si, de repente, hubiesen caído las tinieblas. Las tinieblas sobre mí, dentro de mí. Sabía que aquello había sucedido, pero era como si, después, me negase a aceptarlo, o me negase a entenderlo. Me ponía en las manos del Señor, pero en cuanto creía tener el corazón sereno, retornaba la oscuridad. Hasta que llegó el momento de la despedida. Estaba toda aquella gente. *
Todas las personas importantes que habían venido de lejos. Pero, sobre todo, estaba su pueblo; estaban sus jóvenes. En la Plaza de San Pedro había una gran luz; y ahora volvió también dentro de mí. Concluida la homilía, el cardenal Ratzinger hizo aquella alusión a la ventana, y dijo que él estaba seguramente allí, viéndonos, bendiciéndonos. También yo me volví, no pude menos de volverme, pero no elevé mi mirada hacia allí. Al final, cuando llegamos a las puertas de la Basílica, los que llevaban el féretro lo giraron lentamente, como para permitirle una última mirada hacia su Plaza. La despedida definitiva de los hombres, del mundo. ¿También su última despedida de mí? No, de mí no. En aquel momento, no pensaba en mí. Viví ese momento junto a muchos otros, y todos estábamos sacudidos, turbados, pero para mí fue algo que no podré olvidar jamás. Entre tanto, el cortejo estaba entrando en la Basílica; debían llevar el féretro a la tumba. Entonces, justo entonces, me vino pensar: lo he acompañado durante casi cuarenta años, primero doce en Cracovia, después veintisiete en Roma. *
Siempre estuve con él, a su lado. Ahora, en el momento de la muerte, él caminaba solo. Y este hecho, el no haber podido acompañarlo, me dolió mucho. Sí, todo esto es verdad, pero él no nos ha dejado. Sentimos su presencia, y también tantas gracias obtenidas a través de él.

ACTUALIDAD

La psicosis de la neutralidad
(Alfonso Aguiló)

>> Hay hombres que parecen tener solo una ideay es una lástima que sea equivocada>>.Charles Dickens

El fracaso de Summerhill
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El famoso internado británico Summerhill, escuela que ha sido el buque insignia de la educación tolerante y anti-autoritaria, ha sido noticia a lo largo de estos últimos años por sus repetidas amenazas de cierre debido al bajo rendimiento de sus escasos sesenta alumnos. Summerhill, fundado en 1921 por Alexander Neill, tuvo un espectacular auge en la década de los sesenta, pero después fue perdiendo gradualmente alumnos hasta quedar semidesierta.
Su método pedagógico era realmente peculiar: no había exámenes ni calificaciones, la asistencia a clase era voluntaria y la vida del centro se regía en gran medida de modo asambleario por los propios alumnos. El caso es que los alumnos del internado de Summerhill no salían de él bien preparados. Apenas iban a clase, y su formación académica y humana presentaba –según un informe del Ministerio de Educación británico– asombrosas deficiencias. El intento de aquella escuela por educar en la tolerancia y erradicar el autoritarismo merece todos los elogios. Sin embargo, sus resultados mostraron que en el planteamiento de fondo había mucha ingenuidad.
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El fracaso de esta escuela británica viene quizá a recordar –muy en contra de las previsiones de su fundador– el fracaso del permisivismo, y el hecho de que toda persona ha de aprender a esforzarse seriamente si de verdad quiere conseguir cualquier objetivo valioso en su vida. Y sobre todo en esas primeras etapas de la infancia y adolescencia en las que se va conformando el carácter. Por otra parte, para aprender a esforzarse seriamente en algo, resulta muy práctico procurar sujetarse –libremente, pero sujetarse– a un plan exigente. Y esto es así porque hacer lo que uno entiende que debe hacer supone muchas veces un esfuerzo considerable.
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Por eso, una educación responsable ha de llevara plantear –o plantearse–un alto nivel de exigencia personal.Y eso no significa ningún atentado contra la tolerancia, sino simplemente saber lo que es educar. No tendría mucho sentido, por ejemplo, partir de la idea de que lo óptimo es dar todas las facilidades para actuar mal si uno quisiera, con la excusa de que así la opción por el bien sería más plenamente libre y meritoria. Tan inadecuada sería una asediante y habitual privación de libertad como dar ingenuamente facilidades para elegir el mal. En el camino de cualquier proceso formativo o educativo es de gran importancia facilitar prudentemente la buena elección.
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No hay educación ni formación sin una cierta constricción, y por eso no hay que escandalizarse de que haya reglas y normas, que expresan precisamente el tipo de educación que uno libremente ha elegido. Por ejemplo, si colocamos un vaso de ginebra delante de una persona alcoholizada, probablemente no podrá evitar tomarlo.
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Quizá presuma de ser persona liberada, pero parece más bien haber perdido una gran cuota de libertad de elección, pues sus decisiones son cada vez menos libres. Hay restricciones que ayudan a conservar la libertad, a saber emplearla positivamente, a encauzarla, a no perderla siguiendo caminos que no tienen salida o que terminan súbitamente en un precipicio o se pierden poco a poco en las arenas de un desierto. Las utopías libertarias son como elixires que, después de probarse, resultan desencantadores y frustrantes. No existen esas panaceas ni paraísos terrenales, y los que habían creído en tales promesas se sienten engañados. El hombre es un ser de capacidades limitadas, que vive en un medio adverso, y cuya libertad solo se desarrolla realmente cuando adquiere conciencia del deber, autodominio y ética, no cuando se deja encandilar por las promesas de la permisividad.