domingo, setiembre 28, 2008

AFECTIVIDAD Y RAZÓN: ¿Cómo se alimenta el corazón?

Lecciones del corazón (I)

(Por: Mercedes Malavé Gonzáles, 2008-08-25)



Memoria y amor interior: ¿Cómo se alimenta el corazón?

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Mientras leía el inspirador artículo de Jutta Burgraff titulado Aprender a perdonar , pensaba que sólo un corazón grande y bien alimentado de recuerdos es capaz del perdón. Para que el acto de perdonar sea sincero y profundo -no fingido, ni tampoco superficial o pasajero- se necesita un corazón generoso. Un corazón calculador, flaco, reaccionaría negativamente ante la exigencia de perdonar, por ejemplo, una injusticia. Incluso podría considerarlo un acto “injusto”, que no “merece” aquel que ha traicionado a alguien o que ha dejado herida a una persona.
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Pero ¿cómo agrandar diariamente el corazón? ¿de qué se alimenta? Sabemos que la inteligencia crece mediante el conocimiento, y que la voluntad se robustece mediante la repetición de actos buenos y libres. El corazón crece cuando ama, pero ¿en qué consiste exactamente amar? Si nos concentramos en la dimensión interior del acto de amar, podemos decir que amar es, principalmente, recordar. El amor interior se ejercita mediante un acto de la memoria. De hecho, la palabra recordar viene del latín re-cordaris y significa literalmente "hacer presente de nuevo en el corazón", tener presente continuamente aquello que amamos.
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Entendemos por memoria aquella facultad por la cual ejercitamos el acto interior de recordar las cosas previamente conocidas. El célebre San Agustín desarrolló ampliamente este tema de la memoria en su obra De Trinitate. En algunos pasajes explica que todo lo que el hombre conoce por medio de los sentidos corporales queda impreso en la memoria, a manera de imágenes que son semejantes a lo exterior. Luego, el hombre puede traer de nuevo a su interior, aquellas realidades que ahora están ausente. A esta presencia consciente llama San Augstían “mirada interior”, y equivale a un recuerdo. La voluntad es la encargada de llevar y traer estos recuerdos, porque tenemos la capacidad de retener o rechazar ciertos pensamientos. Capacidad que no viene dada, pues no es fácil deshacerse de los recuerdos: es necesario ejercitarse con disciplina y constancia para que paulatinamente esos pensamientos vayan disminuyendo en su intensidad y no ofusquen el mundo interior personal.
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Cuando la voluntad está lo suficientemente dispuesta a permanecer unida al ser querido mediante un pensamiento o recuerdo constante, entonces decimos que allí hay amor, en su dimensión interior. Amor interior o recuerdo que tiene como su morada o su permanencia en lo que solemos designar con el nombre de corazón. Al referirnos al corazón estamos nombrando una facultad por la que somos capaces de mantenernos fijos en un pensamiento, al tiempo que realizamos otras operaciones del intelecto y la voluntad -tanto internas como externas- como el estudio, el trabajo, el diálogo, la distracción, etc.
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Por su parte, el hombre de hoy, saturado de malas noticias y continuamente expuesto a los sufrimientos que padecen tantas personas en el Mundo, encuentra dificultades para recordar cosas buenas y agradables; y por ello puede que experimente un fuerte deseo de limpiar su memoria de recuerdos tristes. Con mucho más motivo, aquellos que han experimentado en su propia vida un dolor fuerte, buscan una explicación que sane sus corazones y que les permita alcanzar un poco de felicidad y serenidad frente al dolor. Tim Guénard, luego de haber sufrido el abandono de su madre, las golpizas de su padre, el maltrato de su madrastra y de los funcionarios que le vigilaban en los diversos reformatorios en los que vivió; después de ser víctima de la violación y del abuso infantil (robo, prostitución, peleas callejeras, etc.), explica en su libro Más fuerte que el odio que durante años sólo vivió por la motivación – el recuerdo – de querer matar a su padre, hasta el momento en que se topó con el amor de las personas lisiadas. Allí, su corazón “se puso de rodillas”, y dice: "Les debo la vida y una formidable lección de amor. Este reencuentro inesperado con el Amor conmocionó mi existencia (…) Doy fe de que el perdón es el acto más difícil de plantear. El más digno del hombre. Mi combate más hermoso. El amor es mi puño final". Fue el amor lo que hizo que su corazón se arrodillase y en esta condición, de aparente vulnerabilidad, fue que pudo iniciar ese camino fuerte, de combate duro, que lo condujo al perdón de su padre.
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Cuando amamos nos mantenemos en el ser amado, lo contemplamos, es decir, lo miramos desde nuestro interior y por eso nadie puede obligarnos a borrar algún recuerdo, a no permanecer en él. Éste es el acto que hace grande al corazón. Victor Frankl afirma en su biografía que lo que hizo que sobreviviese a los campos de concentración nazi fue el recuerdo de su esposa. Cuando las fuerzas físicas y psíquicas le fallaron, cuando ya no tenía energías para sobrevivir, el corazón demostró su fuerza regeneradora del ánimo y del cuerpo. Fue este acto del recuerdo de su mujer, ese aferrarse interiormente a ella, la fuente de una extraña fortaleza que le permitió superar las torturas de los soldados y del invierno, sin entregarse a la muerte: “la oía contestarme, la veía sonriéndome con su mirada franca y cordial. Real o no, su mirada era más luminosa que el sol del amanecer (...) Comprendí cómo el hombre, desposeído de todo en este mundo, todavía puede conocer la felicidad –aunque sea sólo momentáneamente– si contempla al ser querido”.El corazón se adecua al tamaño y a las exigencias de lo que ama, se pone a su nivel. Si es algo inferior al hombre, el corazón se hace pequeño y mezquino, porque no le exige grandes esfuerzos de conocimiento y de sacrificio personal. En cambio, cuando lo amado es igual o superior al hombre, el corazón se agranda y se hace fuerte, como lo experimentó Victor Frankl. El corazón empequeñecido se suele identificar con el hombre egoísta, que ha reducido su capacidad de mirar el mundo que le rodea, con su belleza y con sus problemas, porque permanece encerrado en sí mismo, encadenado a un amor que le reduce en su capacidad de entrega y de amor. Más adelante volveremos sobre este punto cuando tratemos de las obsesiones y los apegos.
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Si amar es principalmente un acto interior, una mirada constante del corazón al ser amado, entonces en el acto de amar confluyen todas las potencias humanas. Hace falta la inteligencia para poder imaginar y conocer al ser amado. Hace falta la voluntad de querer contemplarlo, que se traduce en un continuo sí del amante desde lo más profundo de su intimidad; un sí que no puede ser automático, ni en todo momento inconsciente, porque entonces dejaría de ser libre. De este modo, toda la persona se amolda, adapta sus potencias y las dirige, según aquello que ama. Con razón, dice la Escritura, donde está tu tesoro –y podemos decir, donde están tus recuerdos: ambiciones, ideales, metas, deseos, personas, cosas, etc.- allí está tu corazón, aferrándote cada vez más a ese tesoro.
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Veamos con un ejemplo las manifestaciones de comportamiento del corazón pequeño. Hace tiempo leí que en dos países estupendos y con grandes posibilidades materiales, como son Estados Unidos e Inglaterra, los propietarios de mascotas habían invertido altas sumas de dinero en la compra de regalos de navidad para sus animales: joyas de oro y de perlas verdaderas, gastos en hoteles para animales – de habitaciones con aire acondicionado y purificadores-, campos de ejercicios con entrenadores de animales, etc. Todo esto ocurría la misma navidad cuando la UNICEF publicaba su informe titulado «El Estado Mundial de la Infancia 2006: Excluidos e Invisibles». Allí, la Directora Ejecutiva de UNICEF, Ann Veneman, comentaba, en una rueda de prensa en la misma ciudad de Londres, que «no puede haber un progreso duradero si seguimos descuidando a los niños que están más en necesidad – el más pobre y el más vulnerable, el explotado y el abusado». El informe abunda en datos precisos sobre la situación de los niños pobres, desprovistos de los bienes materiales más básicos y sin oportunidades de educación.
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Si bien las injusticias sociales y la marginalidad tienden a hacernos reaccionar y decir ¡cómo es posible que estas cosas estén sucediendo en el Mundo!, no siempre reflexionamos acerca de la relación que pueden tener con el egoísmo personal, con la falta de corazón. Se puede pensar que una cosa es el amor a las mascotas, a un capricho, a un lujo, etc., y otra cosa son los problemas del Mundo, cuando en realidad ambas situaciones tienen su punto de encuentro en el corazón de las personas. Un corazón empequeñecido difícilmente notará los problemas que ocurren a su alrededor porque es insensible. Así se paraliza, paulatinamente, el curso de las acciones que podrían llevar a aportar una pequeña solución –o no tan pequeña- a los problemas del Mundo. Pensemos por ejemplo qué hubiese sucedido si en esas navidades del 2006 esos 150 millones de dólares que, según el artículo, fueron gastados en regalos de navidad para animales, se hubiesen invertido en comida y regalos para los 1.000 millones de niños pobres que hay en el Mundo. No toda la responsabilidad de los problemas sociales debemos atribuirla a los gobiernos y a la ineficacia pública de las finanzas.
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Pero no es sólo esta dimensión material de la justicia social la que se transformaría si las personas nos ejercitásemos más en este esfuerzo por agrandar el corazón. Sobre todo mejorarían las relaciones humanas, se fortalecería la familia, los matrimonios, el noviazgo. También descubriríamos la verdadera dimensión de la caridad cristiana, que es esencialmente un acto de amor interior. Podríamos comenzar por ejercitarnos en el esfuerzo diario por recordar a aquellos que sufren, porque están solos, porque necesitan amor: los niños, los enfermos, los pobres, los ancianos. Seguramente notaremos cómo el corazón se va senbilizando progresivamente. Adquirir esa profundidad de las personas que saben acoger y comprender a los demás es una urgencia de este nuevo milenio que no queremos que sufra las guerras y el odio del siglo pasado. Es bueno saber que este acto de recordar no necesariamente conlleva un sentimiento, que basta con un puro y simple acto de la memoria, un "hacer presente en el corazón" aquellas realidades, una y otra vez, para ir adquiriendo una mayor sensibilidad interior frente a los problemas y las personas.

AFECTIVIDAD: LA DEPRESIÓN Y EL AMOR

“La depresión y el amor”, una alternativa a la enfermedad de nuestro tiempo
Según la obra del doctor Laprovitta, con prólogo del cardenal Bergoglio

BUENOS AIRES, domingo, 28 septiembre 2008 (ZENIT.org).- La depresión en nuestra sociedad lleva camino de convertirse en la segunda causa de invalidez en el mundo. Sobre este acuciante problema de la sociedad contemporánea, el autor del libro "La depresión y el amor", doctor Juan José R. Laprovitta, en su segunda edición, hace una propuesta de esperanza.
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En la presentación del libro, se afirma que "la misma sociedad parece no querer reaccionar y acepta sin y con resignación, una salida farmacológica con secuelas iatrogénicas (reacciones adversas), porque otras alternativas son muy poco conocidas, y a veces, hasta negadas o desprestigiadas por intereses poderosos".
Esta segunda edición (la primera llevaba por título "Ensayo sobre la depresión y la fe"), editata por "Laetitia", ha sido prologada por el cardenal Jorge Mario Bergoglio, arzobispo de Buenos Aires, y en la misma se añaden varios capítulos y se explicitan conceptos para lograr una mayor comprensión.
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En su prólogo, el cardenal Bergoglio describe el contenido del libro como "amplio y fundamentalmente relacional entre el campo médico, el psicológico y el espiritual".
Se trata de un ensayo --añade--, "en parte analítico pero tendiente a lograr una visión completa al abordar la temática de la depresión, fenómeno cotidiano de nuestra cultura urbana".
El autor, subraya el cardenal "sin deformar la objetividad que ofrece la ciencia (y como médico conoce con bastante soltura) proyecta el hecho depresivo hacia horizontes antropológicos más amplios, incluso el de la fe. Con este dinamismo logra situar la terapia de la depresión en una apertura de esperanza".
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La depresión, sigue el autor del prólogo es "de por sí, es desesperanzada y desesperanzadora. Al tratarla abriéndola a la trascendencia, ya sea la trascendencia --inmanente de la relación comunitaria ya sea la trascendencia- trascendente hacia Dios, da lugar a quien la padece pueda descubrir nuevos sentidos a su existencia los cuales la capacitan para andar senderos nuevos de terapia". Y asegura que "el autor sale airoso en este intento".
Recalca que se trata de "una reflexión profundamente humana, para todo hombre y mujer, sea creyente o no" pues "tiene esa dimensión universal de ser válida para la persona".
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"No se impone con pretensiones sino posee la mansedumbre de lo propositivo: se trata simplemente de una propuesta elaborada por la ciencia, la experiencia de la vida, del dolor, de la búsqueda de un hombre que tiene fe pero que es conciente que a esa fe se la regalaron para que, a su vez, la regale a otros", concluye, con la convicción de "que este libro hará mucho bien a quienes lo lean".
La tesis del libro es que el amor en sus infinitas expresiones ha sido ofendido, agraviado, negado o lastimado en todo deprimido. Por tanto, la depresión siempre es una prueba o crisis espiritual que deviene de una negación del amor. Esta prueba o crisis produce diversas somatizaciones en el organismo con síntomas, a veces muy severos.
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En la depresión, según el autor, no sólo hay que buscar las causas, sino también el fin o finalidad de la enfermedad, y al bucear en este sentido, llega a la conclusión de que es un signo y un misterio, que nos acercará con transparencia a conocer la verdadera resurrección a la Vida.
Juan José R. Laprovitta es médico cirujano egresado de la Universidad Nacional de Córdoba, Argentina. Es sus numerosas actividades y escritos manifestó una identidad cristiana y ocupó cargos de responsabilidad y conducción en movimientos de Iglesia. Fue Profesor de Teología en la Universidad Católica de Santiago del Estero en la década de los 80. Ocupó los siguientes cargos: ministro de Salud de la Provincia de Santiago del Estero en 1988; subsecretario de Gobierno de la Provincia de Santiago del Estero en 1994/95; diputado Provincial en Santiago del Estero en 1995/98.
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Por Nieves San Martín

miércoles, setiembre 10, 2008

ACTUALIDAD: LOS MITOS DE LA ILUSTRACIÓN, HOY

Es un texto un poquito largo pero creo que vale la pena ponerlo completo. Se supone que se tiene un claro concepto de lo que fue la Ilustración en su momento. Sus características más saltantes:el antropocentrismo (todo gira en torno al ser humano con el olvido de Dios), el racionalismo (sólo se admite como creíble lo que la razón entiende), el hipercriticismo, el pragmatismo y...algunos otros ismos.

¿Quién quiere esta herencia?


Pablo tiene 18 años y la mochila cargada de incertidumbres. Ante él, el futuro se presenta como una incógnita, y la vida como un regalo sin instrucciones. Ve la televisión con extrañeza cuando programan algún documental o una serie ambientados en la Transición, en la que aparecen ideales de juventud y hazañas en la lucha por las libertades. Para él, todo eso queda muy lejos. En la escuela insistieron mucho en inculcarle valores como la tolerancia o la libertad, aunque no sabe muy bien cómo se concilia eso con su vida cotidiana; se siente libre, pero no sabe para qué. A su alrededor se mueve un mundo fragmentado, y caótico a veces, que le invita a consumir, a disfrutar al límite, a pasar la vida sin pensar, a concebir su futura vida laboral sólo en términos económicos –elige la profesión que te dé más dinero; la vida hay que ganársela–. Al mismo tiempo, ve en los medios de comunicación cómo cada cual defiende una actitud, en el tema que sea, y nadie parece tener razón; es más, todos parecen tener lo que llaman su verdad. Junto a ello, rostros más o menos conocidos muestran ante las cámaras cómo se dejan llevar –de un lado a otro, de una pareja a otra– por sus sentimientos y emociones. Nada parece ser estable. En la soledad de su habitación, tumbado en la cama y mirando al techo, Pablo se encuentra aturdido. Ya no se trata tan sólo de su futuro profesional, sino de su vida entera. De alguna manera, sospecha que su existencia –y la de tantos otros a su alrededor– está siendo urdida con hilos muy débiles. Pablo desconoce que muchos de esos hilos nacieron en el llamado Siglo de las Luces, cuyas consecuencias presentan indudables claroscuros

Los cambios en las sociedades se van introduciendo poco a poco, pero al final constituyen un ambiente que lo impregna todo de fuera a adentro: de las más epidérmicas manifestaciones de organización social, hasta la manera de pensar y de actuar cotidianos de cada persona en concreto. Hoy nadie puede dudar de que Occidente es heredero de los cambios que introdujo la Ilustración; sus postulados han nutrido a la Historia de páginas de progreso, pero también de escenas vergonzantes. La Época de las Luces ha dejado un rastro que se puede seguir hasta nuestros días, y que afecta inevitablemente a la vida de Pablo y de cada uno de nosotros. Concebida por los hombres con la sana intención de salvar y liberar a los hombres, contiene también muchos pasos en falso, entre los que se pueden citar los siguientes:
*Libertad, igualdad, fraternidad. Es el lema ilustrado por excelencia. En principio, no provoca ninguna objeción espontánea, ya que expresa deseos universales –¿de dónde lo sacaron los ilustrados sino de la Iglesia católica (universal)?– Sin el cristianismo son términos impensables, pero igualmente pierden toda su verdad desgajados de la experiencia cristiana que los sustenta. Motor ideológico de la Revolución Francesa, los acontecimientos que siguieron después en el país vecino lo pusieron bien en evidencia, mostrando que no hubo demasiado interés por llevar este eslogan a la práctica: la guillotina y las purgas de aquellos años son todo lo contrario a la idea que uno pueda tener sobre la fraternidad. Al final, la fraternidad se mostró sólo entre iguales con un interés común; y la libertad fue una concesión sólo para los que pensaban de la misma manera que los revolucionarios. Muchas cabezas cortadas son testigos de ello.

No hay que olvidar que, desde que estalló la Revolución Francesa, en 1789, con la bienintencionada Declaración de los Derechos del Hombre, formulada por la Asamblea Constituyente en París, hasta el apogeo, en 1793, del régimen que ha pasado a las páginas de la Historia como el Terror, sólo pasaron cuatro años. Escribe el cardenal Giacomo Biffi en su último libro, Pinocho, Peppone, el Anticristo y otras divagaciones: «La difusa tendencia a ver la Revolución Francesa como un evento todo luminoso y positivo, sin hombre y sin pecado, conforma una perspectiva risible. Sin embargo, esta visión ha sido cotidianamente impuesta en la escuela y en la divulgación corriente, a pesar de las revisiones científicas que demuestran lo contrario. No es lícito ignorar que, con el genocidio, el regicidio y el terror, se aplicó por primera vez el principio de que es legítimo –y hasta un deber– suprimir a los inocentes para llevar a la práctica un programa de pretensiones tenidas por indiscutibles, y para realizar la imposición de una ideología. Lo que sucedió en 1793 fue el precedente de los sanguinarios acontecimientos que marcaron el siglo XX en nombre de un absurdo ideal de justicia, o de una aberrante exaltación de una nación o una raza, o de un egoísmo enmascarado de comprensión civil (como sucede en las actuales legislaciones contra la vida). Lo que sucedió en 1793 fue el primer impulso y legitimación de los grandes criminales de nuestro tiempo, como Lenin, Hitler, Stalin, y todos sus imitadores». Más de doscientos años después, las noticias que pueblan los telediarios de todo el mundo muestran que la realidad va muy por delante de los ideales –así, en abstracto– de hermandad e igualdad.

Quizá la clave está en que este lema deja de lado una de las grandes inclinaciones del ser humano: el deseo de verdad. Parece como si los postulados de la Revolución Francesa naciesen ya mutilados: Libertad, ¿para qué? Igualdad, ¿en qué somos iguales? Fraternidad, ¿en torno a qué? Todas ellas parecen reclamar algo que las aglutine y les dé forma; y ese algo debe ser eterno e inamovible; de lo contrario, la libertad deviene en libertinaje; la igualdad, en sectarismo; y la fraternidad, en egoísmo. Ese algo es la verdad.
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En estos tiempos de consenso cambiante, corren malos tiempos para la verdad. Algunos se permiten incluso el lujo de quitarle todo su valor. Recientemente, el Presidente del Gobierno, don José Luis Rodríguez Zapatero, afirmaba: «No es la verdad la que nos hace libres, sino la libertad la que nos hace verdaderos». En la obsesión febril por reescribir la Historia –la guerra civil española, por ejemplo, repasada cada semana al antojo de los dominicales y libros por fascículos– que define a los neoilustrados, la frase del Presidente expresa una carencia total de rigor de pensamiento. Uno es libre cuando conoce el sentido de su vida y sabe para qué vive; a partir de ahí, podrá hacer lo que quiera, que todo lo que haga estará en el buen camino. Es como aquel que sabe que las normas de circulación están bien hechas y pensadas; conociéndolas, podrá ir seguro adonde quiera. Sin embargo, el que pone por delante su libertad de conducir como le plazca, por encima del sentido de la conducción, no hará otra cosa que poner en peligro no sólo su vida, sino también la de los demás. Si lo mejor es enemigo de lo bueno, la utopía es enemiga de la realidad.
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Otra de las falacias acerca de la libertad y la igualdad es la tolerancia a toda costa y el multiculturalismo: Si todos somos iguales, todas las culturas son iguales y todas valen lo mismo; por eso, hay que dejar a los demás vivir en paz con sus convicciones, da igual las que sean. Los disturbios recientes en Francia y en varias ciudades europeas son consecuencia de este mito tan inocente, como también lo son el 11-M, el 11-S y todos los atentados de los fanáticos islamistas en el mundo. Apelar a la pobreza y la marginación es apartar la mirada del verdadero problema: una Europa que no tiene nada que ofrecer a los que vienen de fuera, que no tiene ninguna identidad –y la que tiene, el cristianismo, la persigue a muerte–. El todo vale llevado a su máxima expresión, la libertad mal entendida, sólo lleva a la ruina.
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* Sapere aude (Atrévete a pensar). La Enciclopedia define al filósofo como aquel que, «pisoteando todo prejuicio, tradición, consenso universal, autoridad –en una palabra, todo lo que esclaviza a la mayoría de las mentes–, se atreve a pensar por sí mismo». Y en un texto escrito en 1784, el filósofo Emmanuel Kant afirmaba: «La ilustración es la liberación del hombre de su culpable incapacidad. La incapacidad significa la imposibilidad de servirse de su inteligencia sin la guía de otro. ¡Sapere aude! ¡Ten el valor de servirte de tu propia razón!: he aquí el lema de la ilustración». Esta actitud fue llevada hasta su extremo más violento en la sustitución de las imágenes de los santos de la catedral de Notre Dame, en París, por una estatua que representaba a la diosa Razón.
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Es cierto que nadie puede sostener hoy que el hombre debe seguir a pies juntillas una norma cualquiera, de forma acrítica. En definitiva, se trata de una cuestión de confianza; cada persona debe ser introducida en la realidad por alguien. Un niño debe recibir de sus mayores las instrucciones necesarias para vivir. Nadie es autosuficiente desde los 0 años. En este punto, la libertad absoluta, sin lazos de ningún tipo, no es ningún valor, sino un obstáculo que imposibilita la vida. Lo mismo que sucede con los aspectos más básicos, como buscar comida, refugio, calor y abrigo, ocurre con las cuestiones que suponen un empeño mayor de la esencia del ser humano –la razón y la libertad–, y que constituyen el campo de la ética y la moral. Ningún niño se atreve a pensar por sí mismo –ni se lo plantea, ¿acaso no vive, ¡y aprende!, antes de llegar al uso de la razón?–, ni siquiera al llegar a la edad en la que está comenzando a manejar los rudimentos de la razón; el niño confía y toma en cuenta a sus padres a la hora de tomar sus primeras decisiones libres. Y, al mismo tiempo que actúa –es decir, que lleva la práctica las normas morales–, va verificando la bondad de esas normas heredadas. Así, comprueba que, cruzando la calle tal como le han enseñado sus padres, llega a la otra acera con éxito y de forma segura.
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De la misma manera, el adulto no puede acatar todo lo que le viene de afuera sin verificarlo, como si fuera una especie de robot, sin voluntad ni libertad para tomar sus propias decisiones; pero tampoco puede hacer borrón y cuenta nueva, porque entonces se encontraría solo, perdido como un niño sin padres; además, más tarde o más temprano, ya que la anarquía absoluta es imposible, alguien tendría que proponer su propia opinión a la hora de tomar decisiones importantes para el resto de la sociedad, y de este modo una tradición se vería sustituida por otra tradición distinta. Así las cosas, alguien podría concluir que pensar por sí mismo es, en realidad, imposible, pues siempre somos herederos de algo; a lo largo de la vida, cada uno va eligiendo y verificando su tradición, aunque a veces el método ensayo-error traiga consecuencias dramáticas.
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Además de todo ello, uno de los riesgos de seguir exclusivamente aquello que dicta la propia conciencia es que, para actuar bien, la razón necesita estar bien formada y experimentada. Debido a ello, a la hora de actuar, muchos, en lugar de razonar, se guían por el yo siento (emotivismo); lo que más útil me sea (utilitarismo); o lo que más me guste (hedonismo), acentuando aún más el actual relativismo demoledor, que deja al hombre a su propio capricho, huérfano de referentes y completamente perdido.
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En definitiva, la mejor forma de pensar por sí mismo es empezar tomando en cuenta la propia tradición y verificándola, para mejorarla si es necesario, pero teniendo en cuenta que dilapidar, en nombre de cualquier prejuicio, lo que siglos de Historia han dado como bueno para los hombres, constituye un letal ejercicio de irresponsabilidad.
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* El hombre es bueno por naturaleza. La idea es de Rousseau, y ha sido acogida con entusiasmo por la postmodernidad. Lo explica André Frossard en su libro Preguntas sobre el hombre: «Rousseau afirmó que el hombre es bueno por naturaleza y que es la sociedad la que lo ha corrompido. Del mismo modo, sus instituciones políticas lo desnaturalizan, empujándole ora a la hipocresía, ora a la rebelión y, por consiguiente, hacia la mentira y la violencia. Un modo de vida más acorde con la naturaleza haría aparecer su bondad, que unas sanas instituciones políticas sin coacciones acrecentarían aún más, en lugar de reprimirlas. Es la religión, y en particular la doctrina del pecado original, la que habría persuadido a los hombres de que su naturaleza estaba viciada y de que la única finalidad de las leyes es castigarlos –funesto pensamiento éste, puesto que la coerción no genera nunca más que temor y rebeldía–. Sin embargo, si el hombre es bueno por naturaleza, le bastaría dar rienda suelta a todos sus instintos para ser perfecto, lo que nadie se ha atrevido jamás a sostener. Como de costumbre, Rousseau utiliza la razón y la sinrazón mitad por mitad. El hombre no es ni bueno ni malo por naturaleza; por naturaleza es, simplemente, apto para el bien y para el mal. Convencerle de que no está corrompido, cuando lo está, aunque sea por la sociedad, supone despojarle del buen uso de su conciencia y empequeñecerlo en lugar de procurarle grandeza».
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En nuestros días, la visión del hombre navega entre el pesimismo absoluto de Hobbes –El hombre es un lobo para el hombre– y el optimismo idealista de Rousseau. El primero lleva al individualismo, la desconfianza y la destrucción de la vida social; el segundo, a descalabros utópicos como el auge y caída del marxismo en los países del Este de Europa. En realidad, ambas actitudes revelan un hombre abandonado a sus propias fuerzas, cuando una antropología sana y realista reconoce que el hombre es un ser que necesita salir de sí mismo y mirar hacia fuera para tener una vida lograda, sin que esté irremediablemente pegada a los vaivenes del día al día; y esta trascendencia, diríamos, horizontal lleva inmediatamente a la auténtica trascendencia, a la búsqueda de Dios, Aquel que es el único que salva la vida y que le da sentido, que no nos deja huérfanos.

Algunas consecuencias
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La Ilustración, que supuso una búsqueda sincera de entender el mundo y una renovada confianza en el hombre, en su intento de construir un mundo mejor constituyó un sistema de pensamiento y una forma de actuar que han perdurado hasta nuestros días, y han calado en lo más hondo de nuestra vida personal, familiar y social. Si para conocer a un hombre hay que saber cómo piensa, para conocer al hombre moderno hay que estudiar el caldo de cultivo en el que se ha desarrollado su pensamiento, y éste no ha sido otro que la Ilustración.
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El denominador común del pensamiento ilustrado es Yo soy independiente y autónomo, totalmente libre de todo. La consecuencia principal de esta forma de pensar ha quedado bien patente en Occidente: el individualismo, el irreductible Yo, me, mí, conmigo, que lleva consigo el emotivismo, el utilitarismo, el hedonismo y el relativismo moral y de pensamiento (Así es, si así os parece, utilizando el título de una obra de Pirandello). También cabe aquí incluir la secularización, que trata de eliminar a Dios de la vida pública, para desbancarlo también de los corazones, y que también intenta convertir a los seres humanos en robots sin alma –meros trabajadores, consumidores, o votantes–.
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Todo ello empuja al individuo a la soledad; y, en términos sociales, a la desvinculación y a la fractura de lo común. La primera institución que lo sufre es la familia, que se está convirtiendo cada vez más en un lugar meramente físico, en la casa donde uno llega a dormir después de pasar todo el día trabajando, en un ámbito sin comunicación. Las relaciones sociales también se ven afectadas: hombres y mujeres solos, con menos ataduras y responsabilidades, lo que da una falsa imagen de libertad; consumidores de ocio y de cualquier producto, y a la postre crecientemente incapaces –alienados– de pensar por sí mismos. Aquel utópico Atrévete a pensar ya se ve dónde termina. Y, en un ámbito mayor, a nadie puede sorprender el resurgimiento de los nacionalismos al que estamos asistiendo; perdido cualquier tipo de vínculo, sólo queda acentuar lo que nos diferencia; separarnos, en lugar de unirnos para enriquecernos.
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Hace falta, sencillamente, recuperar las raíces, sin las cuales los sueños de la Ilustración, como frutos lógicamentes podridos, devienen en el nihilismo hoy dominante en el mundo. Y recuperar las raíces es poner al hombre en el lugar que le corresponde –en el que fue puesto por Dios–, no como un súbdito o un esclavo, sino como señor de la Creación, que eso es ser criatura de Aquel que llama a cada uno a la existencia. La grandeza del hombre aumenta cuando no se le engaña con una falsa y exagerada imagen de sí mismo, sino cuando se reconoce su pequeñez ante el misterio de la vida y de la muerte, de la misión de cada uno sobre la tierra, del asombro de lo cotidiano y lo extraordinario. Lo sublime del hombre crece cuando el Yo soy se une al Yo soy porque Tú eres. Hace falta ilustrar a los hombres en su capacidad para vivir una vida única, querida por Aquel que le ha dado la vida. Hace falta que alguien le diga a Pablo, el joven con el que empezaron estas líneas–, que la vida no está perdida, que es libre para construir su existencia con fundamentos sólidos, que sus días no son un Todo fluye, una sucesión de rutinas sin sentido ni fin. Hace falta que alguien le diga a Pablo que la alegría, la gratificación del esfuerzo, la luz de la razón, el entusiasmo, la libertad y la bondad son las herramientas de un destino único. Hace falta que Pablo sepa que la felicidad está al alcance de la mano.

Juan Luis Vázquez
Publicado en La Capellanía Informa nº294 -Universidad de Piura-

TE QUERRÉ ...¿MIENTRAS ME APETEZCAS?

El amor,
para que sea auténtico,
debe costarnos.
Madre Teresa de Calcuta


Placer individual, aunque en compañía
(de Alfonso Aguiló)

En el ser humano no hay épocas de celo que garanticen el ejercicio instintivo de la sexualidad, como sucede con los animales. El hombre ha de controlar su sexualidad, que no puede reducirse a una necesidad biológica, sino que debe responder a una libre decisión. Cuando una persona no busca al otro o a la otra como fin, sino como un medio que proporciona un placer, podría decirse –en palabras de Carmen Segura–, que entonces, en esa actitud, hacer el amor sería más bien hacerse el amor, lo cual, evidentemente, tiene más que ver con la masturbación –pues se circunscribe a la búsqueda individualista de la propia satisfacción– que con el acto sexual, pues, en definitiva, aunque se realice por medio de otro, es algo que se hace para uno mismo. Cuando lo que se busca sobre todo es aplacar el ansia de sexo, ese placer no alcanza a satisfacer, aunque calme provisionalmente la apetencia, porque todo placer corporal desvinculado de lo espiritual resulta frustrante. Y su búsqueda aislada –individual o en compañía–, cuando se convierte en hábito, llega pronto a saturar y defraudar (y todo eso aunque resulte difícil dejarlo). Ese defraudamiento se produce, no solo respecto del placer obtenido, sino también y principalmente respecto de uno mismo. Tarde o temprano esa conducta acaba produciendo un desgarramiento interior, e incluso un rechazo y un menosprecio de uno mismo. Esa persona, aunque quizá le cueste reconocerlo hacia el exterior, se encuentra acostumbrada a la búsqueda de determinadas compensaciones, atada a ellas. Le parece casi imposible vivir sin ellas, pero cuando se las permite, e incluso en el mismo momento en que las está disfrutando, siente un desencanto de sí misma y del modo en que vive. Quizá desearía actuar de otro modo, emplear de otra forma sus energías, pero esa búsqueda de placer se ha convertido en cadena que ata, que pesa y que esclaviza. Aunque parezca una comparación exagerada, es semejante a lo que sucedía en aquellos antiguos banquetes romanos. Se buscaba el objeto del placer y después se vomitaba para volver a comer de nuevo. El objeto buscado, tanto en el caso del sexo como de la comida, no produce satisfacción completa y pacífica, y ha de ser continuamente repetido o sustituido. En el fondo, se siente poca estimación por él, pues es sobre todo un simple medio, tanto menos apreciado cuanto más se siente uno necesitado de recurrir compulsivamente a él. —Pero habrá un término medio.


Entre la gula y la huelga de hambre hay un amplio margen de posibilidades. No hay que vivir para comer, sino comer para vivir. Y el común de los mortales se permite sus pequeños placeres, aunque simplemente sea por concederse un capricho. Puede hacerse esto sin caer en dependencias ni hastíos. Es cierto, y por eso debo insistir en que las razones que acabo de apuntar no son de carácter moral, sino de tipo práctico. Es como si al decir que robar conduce al hábito de robar, porque los actos malos crean dependencia, se objetara que se puede robar de vez en cuando alguna cosilla sin crearse problemas de adicción. Eso es cierto, pero es que, además, robar no está bien, aunque no cree adicción.
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Contigo mientras me gustes

Como ha escrito Mikel Gotzon Santamaría, si una persona le dice a otra que le ama, el mismo lenguaje supone que en esa expresión hay un “para siempre”. No tendría mucho sentido que dijera: “Te amo, pero probablemente ese amor solo me durará unos meses, o unos años, mientras sigas siendo simpática y complaciente, o no encuentre otra mejor, o no te pongas fea con la edad.” Un “te amo” que implicara “solo por un tiempo” no sería una verdadera declaración de amor. Es, más bien, un “me gustas, me apeteces, me lo paso bien contigo, pero no estoy dispuesto a entregarme por entero a ti, ni a entregarte mi vida”. Una persona, o se entrega para siempre, o no se entrega realmente. Y si uno se ha entregado, la entrega del cuerpo es la expresión de la entrega total de la persona. Entregar el cuerpo sin haberse entregado uno mismo tiene cierto paralelismo con la prostitución, con la utilización de la propia intimidad como objeto de intercambio ocasional: dar el cuerpo a cambio de algo, sin haber entregado la vida. Solo dentro de un amor que no pone condiciones, de un amor que, por serlo, es entrega al otro, alcanza su sentido la mutua comunicación que se produce al llevar a término el acto sexual.

VALORES: EL AMOR A LA VIDA

UNA ANÉCDOTA ESPECIAL: EL ANILLO DE COMPROMISO



Un muchacho entró con paso firme en una joyería y pidió que le mostraran el mejor anillo de compromiso que tuvieran. El joyero le enseñó uno. El muchacho contempló el anillo y con una sonrisa lo aprobó. Preguntó luego el precio y se dispuso a pagarlo. "¿Se va usted a casar pronto?", preguntó el dueño. "No. Ni siquiera tengo novia", contestó. La sorpresa del joyero divirtió al muchacho. "Es para mi madre. Cuando yo iba a nacer estuvo sola. Alguien le aconsejó que me matara antes de que naciera, pues así se evitaría problemas. Pero ella se negó y me dio el don de la vida. Y tuvo muchos problemas, muchos. Fue padre y madre para mí, y fue amiga y hermana, y fue maestra. Me hizo ser lo que soy. Ahora que puedo le compro este anillo de compromiso. Ella nunca tuvo uno. Yo se lo doy como promesa de que si ella hizo todo por mí, ahora yo haré todo por ella. Quizás después entregue yo otro anillo de compromiso, pero será el segundo". El joyero no dijo nada. Solamente ordenó a su cajera que le hiciera al muchacho el descuento aquel que se hacía solo a clientes especiales.

ACTUALIDAD: UNA FOTO MUY ELOCUENTE

Sencillamente me llamó mucho la atención esta foto. Me parece sumamente elocuente y me recuerda lo que dijo Benedicto XVI en los funerales de Juan Pablo II: "La Iglesia está viva... y es joven!"

Sydney 2008
(Esta también es de www.laiglesiaenlaprensa.com)

LA PRIMERA EN BESAR A ELVIS FRENTE A CÁMARAS

Artículo curioso de http://www.laiglesiaenlaprensa.com/


Nunca es tarde para aprender algo nuevo. No tenía ni idea de la existencia de una actriz llamada Dolores Hart, que fue nada menos que la primera en besar en la pantalla a un joven llamado Elvis Presley (en la película “Loving you”). Y menos aún sabía que esa actriz es, desde hace muchos años, una monja de clausura (actualmente, es priora de las novicias de la abadía Regina Laudis, de Bethlehem, Connecticut). Descubro todo esto pasando las páginas de L'Ossevatore Romano, que publica una entrevista con ella.
“Me preguntan siempre por él, como es lógico”, explica la madre Dolores, que recuerda a Elvis como “un muchacho gentil y tímido, con las orejas rojas por el empacho de tener que repetir la escena del beso. Yo no sabía ni siquiera quién era, pues todavía no era tan famoso. Me resultaba muy simpático porque me llamaba señorita Dolores. En Hollywood, solo él y Gary Cooper me llamaban así. Elvis era un muchacho bueno y sensible, pero con el pasar de los años estaba siempre más triste y solo, terriblemente infeliz”.
Dolores Hart dice que ya antes de haber cumplido los veinte años se dio cuenta de que “trabajar en el cine me daba mucha menos alegría de lo que me esperaba”. Así, el adiós a los studios llega en 1961, después del rodaje de “Francisco de Asís”, de Michael Curtiz, en el que interpreta el papel de Clara. En estos años, su vocación de religiosa de clausura no le ha impedido mantener el contacto con muchos actores, que van con frecuencia a la abadía “para encontrar una respuesta a su confusión y sus heridas”. Y ella está contenta de que esos encuentros sean una ocasión para reconciliarse con Dios.